Aún cierro mis ojos y el sol de aquel atardecer se vuelve rojo, rojo sangre.
En una tarde cualquiera de esos dos meses que estuve de vacaciones en una playa del suroeste mexicano, una jauría hambrienta, se topó con ella, la rubia estadounidense que corría a modo de ejercicio bordeando la orilla. Esa tarde, le cambió la vida, para siempre.
Yo estaba tomando sol, jugando al tetris en el celular, cuando escuché el grito de “Negro”. Automáticamente lo relacioné con esos nombres típicos que se le ponen a los perros y me exalté. He tenido fobia a ellos por muchísimos años. Fobia que pasó a ser miedo, el cual fue cesando mientras viajaba, ya que cualquier calle de cualquier barrio, cualquier casa de algún anfitrión, me ofrecía encuentros amistosos con esos animales.
Pero esa tarde, que dejó de ser una tarde cualquiera de esos dos meses que estuve de vacaciones en una playa del suroeste mexicano, esa tarde del 11 de Mayo, la fobia volvió a mí.
-Negro!! -se repetía el grito y ya con desesperación. Me levanté rápido y ví que el Negro, era un doberman que corría muy veloz, más que la rubia que ejercitaba con sus auriculares y no tuvo el tiempo necesario para al menos tirarse al agua y distraerlos.
-Negro! Panda! -eran dos.
Evidentemente el cable del auricular que colgaba, llamaba extrañamente la atención de Negro y Panda.
Dos perros que, al parecer, no estaban listos para correr libremente por la playa, pero ella, su dueña, no supo del peligro que es para quienes les tememos, que nos sorprenda un can, sea un caniche o un pitbull.
La parálisis de las piernas que se genera por estar frente a tu peor miedo, la falta de aire y el latir fuerte del corazón, ahora en la garganta. Todo eso que el perro huele y no sirve de nada que nos digan “si tenés miedo, los atraés”. Porque después de ese 11 de Mayo, no creo que un perro dañe sólo a quien lo atrae con su miedo.
Ya estaba lista para irme con el pareo atado a mi cintura, el protector solar y el celular en una mano. Con la botella de agua en la otra mano y los auriculares enganchados de mi brazo izquierdo, me dirigí a la subida más cercana que estaba justo detrás de mí, para perderme en las calles del pueblo y escapar del peligro.
Al voltear, él. Un perro marrón extremadamente flaco, con la mirada atenta y el cuerpo erguido. A pesar de su delgadez, lo había visto perseguir con entusiasmo, por esa misma calle, a más de un turista. Quizás sólo para jugar, quizás por el hambre.
Esta vez estaba ahí, quieto, pero muy presente y preparado para involucrarse en la corrida de Negro y Panda.
Ante esta evidente situación de encierro, no me quedó opción que hacerme a un lado y quedar entre dos altas paredes de arena, donde hay una bajada, anterior a la subida que lleva a la calle del pueblo.
De un lado el perro marrón, quien quedó a mis espaldas, ya que decidí mirar para el otro lado, el borde del mar.
Fue de película el momento en que uno de los dos le enganchó la pierna con su boca para tirarla al piso, mientras el otro le mordía las manos que desesperadas, pedían ayuda a la vez que intentaban correrlos.
No lo logró.
Con los manotazos consiguió que en esos eternos 15 segundos, le devoraran poco a poco, sin prisa pero sin pausa alguna, parte a parte, sus manos y sus piernas.
Los gritos eran muy fuertes y ya no se oía a la dueña de aquellos animales. Lo único que se veía era la mueca de su boca llamándolos y los brazos intentando agarrarlos, pero atrás suyo, alguien la sostenía con más fuerza para evitar que sean dos, las víctimas de esta tragedia.
El cielo estaba en su hora dorada, la perfecta para retratar momentos, con ese brillo tan particular, que brinda un atardecer naranja.
Rojo se volvió el cielo. De rojo se tiñeron mis ojos porque a donde mirara, veía sangre.
Llegaron los rescatistas de animales del pueblo y lograron atraparlos sin que haya otra víctima fatal.
Hubo más heridas, en su dueña, en los mismos rescatistas, pero ya nada importaba, porque ella, la corredora de playas, ya no podría correr más.
Trozos de un cuerpo que fue devorado por animales desesperados. Perros que vieron en ella una presa fácil y nunca sabremos por qué.
Quizás podría ayudarlos a entender ese ataque. explicando mejor cómo funciona esa pérdida total de la capacidad de movimiento, cuando un perro nos da miedo.
Quizás, podría haber sido yo, quien detuviera a esos animales o ayudara a su dueña a separarlos de la víctima.
Quizás, como acostumbraba, podría haber salido a correr y distraerlos desde el borde del agua, donde tanto les gusta jugar.
Pero esa tarde, decidí sólo ir a tomar sol.
Esa tarde del 11 de Mayo, el miedo volvió a ganar y fue suficiente para atraerlos.
Ya estaba lista para irme con el pareo atado a mi cintura, el protector solar y el celular en una mano. Con la botella de agua en la otra mano y los auriculares enganchados de mi brazo izquierdo.
Mi fobia, mi cuerpo sin saber cómo moverse, sin reaccionar ante semejante desconcierto, les bastó para que simplemente pasasen por al lado de aquella rubia corredora de playa y se dirigieran directo hacia mí.
Sin prisa, pero sin pausa alguna, comenzaron por tirarme al suelo y a morder mis manos y mis piernas.
Sin prisa y decididos a no parar, llenaron de rojo esa bajada de la playa, y con el mismo rojo se tiñó el sol.
Sol rojo que veo, cada vez que cierro mis ojos, desde este sueño eterno, donde soy alma, porque cuerpo ya no tengo.
Aún cierro mis ojos y el sol de aquel atardecer se vuelve rojo, rojo sangre.
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